El libro ilustrado español (II): el grabado
Los primeros libros impresos ilustrados
Según el libro de referencia de Antonio Gallego Historia del grabado en España, la técnica del grabado consiste en una serie de procedimientos que permiten producir, mediante una matriz, imágenes o signos repetibles con exactitud. El aspecto más distintivo de esta técnica es su carácter repetible, lo que permite ahorrar tiempo y dinero y, por lo tanto, facilita la difusión. Tras la invención de la imprenta, el grabado empezó a imponerse a finales del siglo XV. En España, el primer libro ilustrado fue el Fasciculus temporum (1480), obra de Wernerius Rolevinck salido del taller sevillano de Bartolomé Segura y Alfonso del Puerto. Otra obra importante fue Arte de bien morir, impresa por Pablo Hurus en Zaragoza por esas mismas fechas y con ilustraciones xilográficas.
De la década posterior se conservan tan solo unos trescientos incunables españoles, y además con pocos grabados. Se considera el libro más importante de esta primera época Los doce trabajos de Hércules (1483), impresa por Antón de Centenera en Zamora, con once grabados realizados por un artesano autóctono, para los que se usaron por primera vez planchas de metal. En general, las obras de este periodo se caracterizaban por la influencia germana, la italiana, del arte gótico y del mudéjar. Algunas de sus señas de identidad fueron las bellas orlas y las iniciales grabadas.
A partir de 1490 se produjo un aumento en la producción de libros. Siguió sobresaliendo el taller zaragozano de Hurus con títulos como el muy lujoso Viaje de la Tierra Santa (1498). En Valencia, Lope de Roca se encargó de la edición de la Vita Christi de Isabel de Villena (1497), mientras que en el Tirant lo Blanch de Spindeler destaca su magnífica orla. Por su parte, Juan Rosenbach editó en Barcelona Cárcel de amor (1493), considerado el incunable español con las ilustraciones más elegantes. En Pamplona reinó Guillén de Brocar, aunque sus ilustraciones para una docena de libros se limitaban a las portadas.
Otro de los más importantes impresores de este periodo fue Fadrique de Basilea, quien en su taller de Burgos publicó obras tan importantes como La Celestina de 1499, con abundantes xilografías. En Sevilla trabajaron los pioneros de la ilustración Meinardo Ungut y Estanislao Polono, quienes dieron a luz brillantes obras como Postilla super epistolas et evangelia (1497).
El siglo XVI: el libro humanista
En el siglo XVI las ilustraciones tuvieron el propósito de hacer más atractivo el libro y facilitar su lectura. En la primera mitad del siglo se dejó notar la influencia del humanismo llegado de Italia a través de orlas, iniciales y viñetas. El nuevo estilo renacentista se caracterizó por una organización coherente de la ilustración, especialmente en los frontispicios, el clasicismo de los motivos decorativos y un mayor dominio de las figuras y su utilización dentro de espacios en perspectiva.
Estos puntos, señalados por Fernando Checa Cremades, se pueden detectar, por ejemplo, en el trabajo de Brocar para la Biblia políglota complutense (1514-1517). Su yerno, Miguel de Eguía, continuó la labor situando su taller entre los más avanzados de Europa, como demuestran sus ediciones de las obras humanistas, entre las que cabe citar las de Erasmo. Otro importante impresor fue Juan Joffre, quien en 1521 publicó la Blanquerna de Ramon Llull. En Cataluña destacó el taller de Monserrat dirigido por Juan Rosenbach, que fabricó obras como el Officia Ciceronis (1526). En Zaragoza sobresalió Jorge Coci, primer editor de Los quatro libros del virtuoso cavallero Amadís de Gaula (1508), una de las mejores obras del siglo XVI.
En Sevilla alcanzó gran renombre el librero y prolífico editor Jacobo Cromberger, con títulos como Retablo de la vida de cristo (varias ediciones) de gran complejidad y virtuosismo. La imprenta en Toledo estuvo casi monopolizada por la laboriosa preparación de la bula de la Santa Cruzada, pero también acogió a importantes editores como Ramón Petras, quien publico Medidas del Romano (1526). De hecho, muchos de estos impresores estaban patrocinados por la Iglesia, que vio en la imprenta un medio perfecto para propagar sus enseñanzas y en las ilustraciones una manera de llegar a las masas iletradas.
Una figura importante fue la de Juan de Vingles, primer grabador en madera del que se conocen datos biográficos. Son memorables sus colaboraciones con el calígrafo Juan de Yciar, como se observa en su Orthographia pratica (1548).
En la segunda mitad del siglo XVI se mantuvo la preponderancia de la xilografía, mientras en otras partes de Europa empezaba a imponerse la calcografía, debido a que aunque esta nueva técnica era más barata, en España había escasez de artesanos. Los libros más abundantes eran los dedicados a la religión y las novelas de caballerías, aunque también se produjo un peculiar aumento de los títulos técnicos y científicos, en los que las ilustraciones tenían un importante papel para su comprensión.
En Medicina contamos con la joya Pedacio Dioscorides anazarbeo (1555), en la que Andrés de Laguna incluyó 650 ilustraciones, mientras que en Arquitectura se publicaron títulos como el Tercero y quarto libro de Architectura (1552), editado por Francisco de Villalpando y que cuenta con buenas láminas, y De varia commensuracion para la esculptura, y architectura (1585), con ilustraciones de Juan de Arfe y Villafañe.
Un importante suceso en el campo de la imprenta fue el papel destacado que empezó a adquirir Madrid a raíz de su designación como capital de la nación. Esto llevó a que se instalaran en la ciudad importantes editores y a la creación de la Imprenta Real, de la que salieron títulos como Diui Isidori Hispal (1599). El primer calcógrafo importante del país fue el flamenco Pedro Perret, encargado de trasladar al cobre los diseños de Juan de Herrera para El Escorial. También destacó Pedro Román con obras como Teoría y práctica de la fortificación (1598).
El siglo XVII: el libro barroco
En el siglo XVII se produjo la paradoja de que se vivía una época de esplendor literario (el Siglo de Oro) y sin embargo los libros fueron materialmente de ínfima calidad, debido entre otros motivos a la censura, los impuestos y un papel cada vez más caro. Por otra parte, la técnica calcográfica, con planchas de metal, comenzó a sustituir a la de la madera. Descendió la ornamentación y aumentaron los frontis calcográficos en las portadas, que incluían un retrato del autor o, en su caso, del biografiado o el destinatario de la obra, además de motivos arquitectónicos y retablos.
En Madrid, convertido en importante centro editorial, comenzaron a aparecer los grabados hechos en cobre, caso de Nueua arte (1616), con una excelente ornamentación obra de Adriaen Boon. También flamencos fueron Cornelis Bol y Juan Schorquens, estimado como el mejor grabador de la época y cuya obra maestra es Viage de la catholica real magestad (1622). Cabe mencionar al fraile francés Juan de Courbes, ilustrador de obras firmadas por Lope de Vega.
En la segunda generación de autores flamencos, que culminaron un estilo plenamente barroco, nos encontramos con Juan de Noort, magnífico grabador de Arte de ballestería (1644) y de muchos retratos de personajes contemporáneos; a Pedro Perret (o Perete, hijo de Perret), grabador real que realizó las ilustraciones de Origen y dignidad de la caça (1634); y a Mª Eugenia de Beer, una de las pocas mujeres grabadoras, quien se ocupó de las ilustraciones de Exercicios de la gineta (1643).
Entre los españoles sobresalió el también pintor Pedro Villafranca Malagón, grabador de cámara muy productivo. Ya en la segunda mitad del siglo surgió la figura de Marcos Orozco, presbítero, especializado en obras religiosas como la Política de Dios (1655) de Quevedo; y Diego de Obregón, autor de una obra pintoresca como la expresada en Gobierno general, moral y político, hallado en las aves (1670). En Cataluña, Ramón Olivet se situó a la vanguardia del grabado de la época con retratos como el del conde duque de Olivares; mientras que Francisco Gazán mostró un gran dominio técnico en sus escudos de armas y escenas devotas.
Sevilla se convirtió en un gran centro pictórico que acogió a gran cantidad de talentosos grabadores. La obra más representativa de este periodo de esplendor fue Fiestas de la S. Iglesia metropolitana y patriarcal (1671), en la que intervinieron artistas de la altura de Valdés Leal, Francisco de Herrera el Mozo o Murillo, aunque de la mayor parte del trabajo se encargó Matías de Arteaga, el más prolífico y uno de los mejores grabadores de la época.
El siglo XVIII: el libro de la Ilustración
El siglo XVIII también está claramente dividido en dos mitades, con una primera parte en la que se asistió a la decadencia del barroco y una segunda mitad en la que se impuso el espíritu de la Ilustración. Durante este periodo aumentaron las publicaciones y, aunque la mayoría seguían siendo religiosas, también abundaban los libros técnicos y didácticos, además de los de temática costumbrista. Otra característica es que finalmente la calcografía se impuso a la xilografía, que quedó reducida a las publicaciones de menos calidad.
Los primeros decenios del siglo arrastraron las deficientes condiciones del XVII, situación que se mantuvo hasta el ascenso al trono de Carlos III. De este periodo destacó El museo pictórico y escala óptica (1715-1724), con láminas de Hipólito Rovira y Meri y Juan Bernabé Palomino, el grabador más importante de esta primera mitad de siglo. Con la llegada de la dinastía borbónica, el gustó francés comenzó a extenderse en la realización de libros, que adquirieron una estética rococó, como puede comprobarse en la portada de Diego Tomé para Defensa Cristiana (1726). Otro grabador destacado fue Matías de Irala, quien en Anatomia completa del hombre (1728) se mostró a la vanguardia de las últimas innovaciones en el grabado.
La Academia de San Fernando, además de ocuparse de la formación de grabadores, también encargó algunas obras, la más importante de las cuales fue Antigüedades árabes de España (1804), un proyecto que tardó medio siglo en completarse y en el que participó toda una generación de grabadores: José Murguía, Vicente Galcerán y Alapont, Tomas López Enguídanos, Joaquín Ballester… Un foco importante de la ilustración tuvo lugar en Valencia, donde se creó la Real Academia de San Carlos en 1753. Además del ya citado Hipólito Rovira, en Valencia ejerció Juan Bautista Ravanals, quien firmó entre otras Fiestas centenarias (1740).
En la segunda mitad del siglo se produjo una cierta regeneración gracias a una mayor protección y a las actuaciones de la Real Academia de San Fernando, aunque escaseó la originalidad y en el grabado abundaron las reproducciones de pinturas. Por otra parte, los viajes de estudio al extranjero, especialmente a Francia, permitieron una mejora de las técnicas. Con el tiempo, la consideración hacia los grabadores fue cambiando y de ser calificados como artesanos pasaron a tener la apreciación de artistas, a la misma altura que pintores y escultores, y aparecieron lujosas ediciones de diversos géneros que además de exquisitos grabados también se caracterizaron por la calidad de su tipografía, encuadernación, papel, etc.
Si por algo destacó este periodo fue por reunir a los mejores impresores de la historia de España. Uno de ellos fue Joaquín Ibarra, de cuyo taller salió la espectacular La conjuracion de Catilina y La guerra de Jugurta (1772), en la que participó un grupo de grabadores dirigidos por Manuel Salvador Carmona y Manuel Monfort. Otra obra maestra fue El ingenioso hidalgo don Quixote de la Mancha (1780) encargado por la Real Academia Española, que cuenta con algunos de los más bellos grabados españoles.
Los otros dos grandes impresores del periodo fueron Antonio Sancha, quien publicó más de cien libros ilustrados y contó con los exquisitos dibujos de Luis Paret y Alcazar para representar a las Musas en la edición de las Obras (1790) de Quevedo, y con los grabadores Carmona y Pascual Pedro Moles para dos delicadas estampas de Las Eróticas (1774); y Benito Monfort, editor de una impecable Historia general de España (1783-1796), con grabados de Mariano Brandi.
Al igual que Monfort, también era valenciano el ilustrador más importante de este periodo, Fernando Selma, quien colaboró en la edición de 1779 de La Música de Tomas de Iriarte. De igual forma destacó Manuel Salvador Carmona, quien participó en las más destacada ediciones de su época: el Parnaso español (1768), el Quijote, La Música… Y así hasta unos treinta libros, la mayoría en los fondos de la BNE. En Cataluña, el gran renovador fue Pedro Pascual Moles, quien realizó adornos de viñetas, capitulares y filigranas para la obra maestra Máscara real (1764).
La profesionalización del oficio llevó en 1789 a la creación de la Calcografía Real, encargada, además de la producción de documentos oficiales (como billetes), de la realización de series artísticas, caso de los Retratos de los españoles ilustres (1791). También se ocupó de reunir láminas, de patrocinar ediciones de lujo y de editar a través de la Imprenta Real importantes obras como Los quatro libros de Arquitectura de Andres Paladio (1797).
Las innovaciones llevaron incluso a experimentar con los grabados en color, como los que realizó Bartolomé Sureda para Descripcion de las maquinas de mas general utilidad (1798). Y la modernidad llegó al grabado español con Goya, autor de series tan rompedoras y geniales como Los desastres, Los caprichos o La tauromaquia. Aunque no realizó grabados para ningún libro, sí que dibujó algunos personajes para el Diccionario (1800) de Ceán Bermúdez que otros artistas se encargaron de grabar, y además su influencia fue inconmensurable.
El siglo XIX: el libro romántico y costumbrista
El siglo XIX vivió el auge de la litografía, una técnica más barata y fácil de aprender y utilizar que se impuso en la producción industrial, mientras que la calcografía se circunscribió a las producciones más artesanales. La mejora en la impresión llevó a un aumento de la producción respaldada por una ampliación del público lector, atraído también por nuevos géneros literarios como el romanticismo. Al mismo tiempo, también se produjo una gran expansión de las publicaciones periódicas, que a lo largo del siglo comenzaron a incluir reproducciones de imágenes siguiendo técnicas cada vez más avanzadas. Sin embargo, en lo que respecta a la calidad artística, el grabado español sufrió cierto estancamiento y falta de innovaciones, cayendo en ocasiones en un plano academicismo.
El primer libro español con litografías fue el Manual del soldado español en Alemania (1807), que incluía un mapa realizado por Senefelder, el inventor de la litografía, y otro de Carlos Gimbarnat. Por su parte, los pioneros de la técnica en España fueron Bartolomé Sureda, quien trabajó en Francia; José María Cardano, quien estableció el primer taller litográfico en España (1819), en el que trabajaron muchos artísticas, incluido Goya; o Antonio Brusi, destacado impresor de Barcelona.
En 1825 se fundó el Real Establecimiento Litográfico, dirigido por José de Madrazo, figura fundamental del grabado español del XIX. De sus talleres salió Colección lithográphica de cuadros del Rey de España (1826-1837), obra de gran lujo y calidad que incluyó más de 200 estampas de muchos artistas españoles y extranjeros, entre los que se encontraban Vicente Camarón o Antonio González Villamil. El REL también publicó una Colección de las vistas de los Sitios Reales (1832-1833), una Coleccion de uniformes del Egercito español (1830) e ilustraciones de la revista El Artista (1835-1836), con textos de poetas románticos como Zorrilla o Espronceda y bellas creaciones de Federico de Madrazo y Kuntz.
En la segunda mitad del siglo se multiplicaron los talleres litográficos y se dejó notar una gran presencia de obras francesas e inglesas. Se publicaron obras sobre el patrimonio nacional, históricas y pintorescas: Iconografía española (1855-1864), recopilado por el artista y coleccionista Valentín Carderera y salido del taller de J. J. Martínez; Historia de la villa y corte de Madrid (1860-1864), con estampas en color; y Recuerdos y bellezas de España (1839-1865), obra monumental con más de 600 estampas que dibujó y litografió Francisco Javier Parcerisa. En cuanto a las novelas, destacó la edición de 1852 de El doncel de Don Enrique el Doliente, con inspiradas litografías de Vicente Urrabieta.
Al igual que Parcerisa, Eusebio Planas también trabajó en Barcelona, donde publico ediciones ilustradas de novelas por entregas de autores exitosos como Dumas, autor a quien también ilustro Mariano Fortuny, Dickens o Vicente Blasco Ibáñez, el escritor español más leído de aquella época.
Una de las publicaciones más ambiciosas del periodo fue Monumentos Arquitectónicos de España (1859-1905), empresa patrocinada por la Real Academia de San Fernando, compuesto por aguafuertes y cromolitografías. Esta institución también propició la publicación de Cuadros selectos (1885), selección de 50 obras para las que se empleó tanto la técnica del buril (utilizada por Domingo Martínez Aparici y sus discípulos) como la del aguafuerte.
Calixto Ortega colaboró en uno de los libros más destacados de la época, Los españoles pintados por sí mismos (1843-1844), con textos de algunos de los autores más importantes del costumbrismo patrio. Este libro fue editado por Ignacio Boix, figura descollante del libro ilustrado romántico. También sobresalieron los hermanos Wenceslao y Sergio Ayguals de Izco, quienes publicaron muchas obras ilustradas, entre ellas María la hija de un jornalero (1845-1846), con grabados de José Vallejo y Galeazo.
Por su parte, Vicente Castelló se especializó en la ilustración y edición de clásicos como la obra de Quevedo (1840-1851). Dentro de la corriente dedicada a la ilustración de textos clásicos, destacó la edición de Gil Blas de Santillana (1840-1842), que contaba con 500 láminas en madera de los mejores dibujantes y grabadores de la época, además de los ya citados: Miranda, Zarza, Gaspar…
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Créditos: Elaborado por el Servicio de Información Bibliográfica de la Biblioteca Nacional de España.
