Introducción a la ciencia española (s. XVI - XIX)
Adentrarnos en el estudio de la historia de la ciencia española puede resultar un ejercicio fascinante repleto de luces y sombras que reflejan una travesía llena de matices, irremediablemente entrelazada al devenir sociopolítico del país, en ocasiones difícil y sombrío, pero no exento de momentos brillantes y transformadores.
Durante mucho tiempo resonaron las palabras de Nicolas Masson de Morvilliers en su entrada Espagne de la Encyclopedie methodique en 1782: “¿qué se debe a España?” que dieron lugar a una larga “polémica de la ciencia española”. Es significativo que las opiniones del enciclopedista francés se vertieran justo cuando la Ilustración había alentado un renacimiento en la ciencia española a un lado y otro del Atlántico. Es probable que la polémica siga abierta y que se nutra de interesantes aportaciones en un sentido o en otro, enriqueciendo nuestro conocimiento de la materia y teniendo siempre como referencia la compleja realidad histórica del país.
Si nos situamos en los albores de la España histórica y consideramos el nacimiento de las universidades como primeras estructuras de conocimiento premoderno, observamos que de las primeras veinte fundadas en Europa, cinco eran españolas: 1212 Palencia, 1218 Salamanca, 1241 Valladolid, 1272 Murcia, 1293 Alcalá de Henares. Asimismo, durante el siglo XVI, se produjo un rápido desarrollo de centros universitarios en España, que en 1625 ya superaban la treintena, incluso sin tener en cuenta ni las universidades que se fundaron pero desaparecieron durante ese período, ni las fundadas en suelo americano, la primera de ellas en Perú, 1551.
El papel destacado de las universidades como centros de propagación del Humanismo tuvo su mejor referente en la Escuela de Salamanca, un importante movimiento intelectual y académico que tuvo lugar durante los siglos XVI y XVII. Este movimiento abarcó diversas disciplinas, pero destacó especialmente en teología, derecho y economía. Su influencia fue decisiva tanto en España como en Europa y dejó un legado duradero en el desarrollo de conceptos relacionados con los derechos humanos y el derecho internacional.
Si, por otro lado, consideramos la ciencia en sentido amplio, incorporando la técnica y no sólo la concepción teórica, comprobamos que la cosmografía y la náutica desarrolladas por España y Portugal ayudaron a sentar las bases de la revolución científica del siglo XVII, vinculadas estrechamente a la exploración del continente americano. Una de las primeras aportaciones de la ciencia española fue la producción de cartografía portulana. Más adelante, la confirmación de la esfericidad terrestre tras el viaje de Magallanes y Elcano demostró empíricamente que, en esa esfera, los océanos ocupaban el espacio entre los continentes.
Durante los siglos XVI y XVII, la ciencia española dependía estrechamente de las necesidades del imperio, de modo que se crearon instituciones especializadas en las ciencias astronómicas y matemáticas para formar a los marinos que debían cruzar los océanos. En muchos casos se trataba de “ciencia secreta” que no se publicaba para evitar que países rivales obtuvieran información que pudiera ser usada contra los intereses españoles.
Sin embargo, los Reyes Católicos habían fundado en 1503 la Casa de Contratación de Sevilla, considerada la primera institución científica europea, que pretendía sistematizar el conocimiento náutico, geográfico y cosmográfico que se estaba produciendo en América para controlar y regular su explotación comercial. En su seno se formaron numerosos cartógrafos que destacaron por sus contribuciones a la ciencia de la navegación, como Pedro de Medina, cuya obra El Arte de navegar (1545), un tratado de instrucción náutica, tuvo un éxito inmediato, difundiéndose rápidamente por toda Europa. Se tradujo al francés, italiano, alemán, inglés y holandés, llegando a alcanzar más de veintisiete ediciones. Desde su aparición, se convirtió en un manual de formación para pilotos no sólo en España, sino también en Europa. Además de proveer datos para los cosmógrafos, los navegantes aportaron conocimiento empírico muy útil para contrastar teorías y comprobar la fiabilidad de los nuevos instrumentos.
El arte de navegar se había visto favorecido por la astronomía, que había experimentado un desarrollo significativo en la España del siglo XV, gracias a matemáticos como Abraham Zacut, que fijó las tablas astronómicas más utilizadas en la época en el Almanach perpetuum (1502) y diseñó el astrolabio simplificado en bronce.
Las exploraciones llevadas a cabo en los nuevos territorios propiciaron el desarrollo de la historia natural y la geografía. En 1571 se realizó la primera exploración científica moderna liderada por el médico Francisco Hernández y financiada por Felipe II. Durante varios años, se exploraron los territorios de Nueva España (México) y se describieron más de cuatrocientas especies de animales, desconocidas hasta entonces para los europeos; treinta y cinco minerales que se utilizaron posteriormente en la medicina de occidente; e innumerables productos vegetales, desde la piña y el cacao, hasta el tabaco y el peyote. A finales del siglo XVI, José Acosta publicó una síntesis de los conocimientos adquiridos hasta el momento en su Historia natural y moral de las Indias (1590).
Durante el reinado de Felipe II, la ciencia gozó de un papel destacado en la corte y se establecieron instituciones educativas y académicas, promovidas personalmente por el Rey prudente. Así, se fundó la primera Academia de Ciencias y Matemáticas de Europa, la Academia Real Mathematica (1582) con sede en Valladolid. Con diseño de Juan de Herrera, quien fue su primer director, tenía como objetivo el desarrollo de las matemáticas aplicadas, base de la fundamentación de la cosmografía, la astronomía y la náutica.
En el campo de la astronomía, Jerónimo Muñoz, quien había sido nombrado astrónomo real en 1567, publicó con el título Libro del nuevo cometa (1573), un interesante trabajo científico sobre las observaciones que desde Valencia había realizado de la supernova de 1572. Asimismo, la forma que tenemos hoy de contabilizar el tiempo no sería la misma sin la aportación decisiva de la Escuela de Salamanca, que contribuyó con dos informes (1515 y 1578) fundamentales para la reforma del calendario gregoriano.
Durante el siglo XVI, en el ámbito de la medicina, destacan las obras señeras de los humanistas Andrés Laguna y Miguel Servet. El primero pasó a la posteridad por su edición y traducción al castellano del tratado de Dioscórides, publicada en Amberes en 1555 y que tuvo más de veinte reimpresiones hasta finales del siglo XVIII; además de ser el autor de Anatomica methodus (1535), obra en la que critica enérgicamente la forma tradicional de enseñar anatomía, subrayando la necesidad de que las disecciones fueran realizadas por médicos y no por barberos, como era habitual. La obra de Laguna influyó poderosamente en Vesalio, quien siempre manifestó un profundo respeto por el médico segoviano.
En cuanto a Miguel Servet, rectificando a Galeno, formuló la circulación pulmonar de la sangre en su famoso Christianismi Restitutio, considerado herético tanto por inquisidores católicos como por los calvinistas, que finalmente lo condenaron a muerte en Ginebra.
A pesar de que, en torno a 1560, Felipe II decidió establecer un cierre cultural del reino para luchar contra la propagación del luteranismo, se producía cierto flujo de información y de personas entre las universidades españolas y aquellas que pertenecían a los estados fieles al catolicismo, que incluían universidades tan importantes como las de Italia y Francia.
Durante el siglo XVII, se produjo en Europa el complejo fenómeno conocido como la Revolución Científica, periodo en el que se ponen las bases de la ciencia moderna. La situación política española, con una monarquía en declive, llevó a considerar que España estuvo ausente de esta transformación. A pesar del retraso de la ciencia española durante esa centuria, observable en el descenso de la producción bibliográfica que se produjo durante los cuarenta años centrales, se empieza a apreciar una recuperación en los centros del movimiento novator en Zaragoza, Valencia, Barcelona y Madrid. Este grupo de intelectuales de final de siglo, planteó la incorporación sistemática de la nueva ciencia en España, siendo el texto más característico de este movimiento la Carta filosófica, médico-chymica (1687) del médico valenciano Juan de Cabriada, publicada el mismo año que vieron la luz los Principia de Newton.
La Compañía de Jesús desempeñó un papel importante en el desarrollo de la actividad científica en la Europa católica durante este siglo, desarrollando una sistemática enseñanza de las matemáticas puras y mixtas. En este sentido, destacan los Reales Estudios del Colegio Imperial de Madrid, que se habían hecho cargo de los medios e instalaciones de la Academia de Matemáticas, desaparecida en 1625.
Aun así, las obras más importantes y originales se produjeron en el campo de la náutica, la minerometalurgia, la ingeniería militar, la historia natural y la medicina.
El impulso producido durante el último tercio del siglo XVII español y el movimiento cultural de la Ilustración propagado por toda Europa favorecieron la promoción de la actividad científica española, que alcanzó su momento más fecundo durante el reinado de Carlos III.
Con la llegada de los Borbones a España, especialmente durante el reinado del segundo, Fernando VI, se produjo una reactivación de la ciencia española y se establecieron las bases para el desarrollo de una actividad científica caracterizada por la utilidad y el rigor. Los reyes ilustrados promovieron la docencia y la investigación en instituciones de nueva creación como Academias, Observatorios o Museos. Asimismo, nacieron las Sociedades Económicas de Amigos del País, que se constituyeron en relevantes centros científicos.
En cualquier caso, muchas de las instituciones científicas se crearon dependientes del Ejército y la Marina, cuyas funciones se habían ampliado y diversificado, especialmente entre 1748 y 1767 con el impulso inicial del Marqués de la Ensenada.
Las expediciones científicas se convirtieron en el principal mecanismo de asimilación y difusión del saber en la España ilustrada. Como ejemplo, destacan las empresas de figuras como Jorge Juan y Antonio de Ulloa o la famosa expedición Malaspina, una importante expedición científica y diplomática llevada a cabo por la Corona española entre los años 1789 y 1794, con el objetivo de recorrer la costa de América del Sur y diversas islas del Pacífico.
Fundamental en este periodo es la ciencia que se está produciendo en América, destacando el Real Seminario de Minería (Ciudad de México), institución dirigida desde que abrió sus puertas en 1792 por un prestigioso químico, Fausto de Elhuyar (1755-1833). Tanto él como su hermano Juan José (1754-1796) figuran entre los grandes nombres de la ciencia española del siglo XVIII. En 1783 consiguieron aislar el wolframio, el primer elemento químico descubierto sin ser extraído directamente de la naturaleza, ya que no existe en forma libre, sin combinaciones químicas. Presentaron su hallazgo en las Juntas Generales de la Real Sociedad Bascongada de Amigos del País, promotora del Real Seminario de Vergara, el principal centro científico de la Ilustración vasca. El anuncio despertó la atención de la comunidad científica internacional y aparecieron traducciones de la memoria en sueco, francés, inglés y alemán. El descubrimiento del nuevo elemento químico dio prestigio científico en Europa a los hermanos Elhuyar, de modo que la monarquía hispánica los puso al frente de la minería americana, cuya plata era de capital importancia para el mantenimiento de las arcas del Estado.
Uno de los colaboradores de Fausto Elhuyar fue Andrés Manuel del Río, que entre 1795 y 1805 elaboró la obra Elementos de Orictognosia, considerada por Alexander de Humbolt como la mejor obra de mineralogía de la ciencia española. Otro hito de del Río fue el hallazgo en 1801 de un nuevo elemento químico, el vanadio, que él denominó en primer lugar pancromio y luego eritronio. Dio a conocer el descubrimiento en 1803 en los Anales de Ciencias Naturales de Madrid. Sin embargo, colegas franceses cuestionaron el hallazgo hasta el punto de que del Río se retractó de su descubrimiento, de forma que, cuando en 1831 fue redescubierto por el sueco Nils Gabriel Sefström, este le dio el nuevo nombre de vanadio.
El wolframio y el vanadio no fueron los únicos elementos químicos descubiertos por españoles. El platino había sido descubierto años antes por Antonio de Ulloa, quien junto a su compañero y también teniente de navío Jorge Juan, habían sido seleccionados para formar parte de la famosa expedición geodésica al virreinato del Perú, organizada por la Academia de Ciencia de París. Los dos oficiales permanecieron en tierras americanas durante una década, adquiriendo un profundo conocimiento del mundo andino. En 1748, publicaron en cinco tomos su Relación histórica del viaje a la América Meriodional que mostraba la madurez científica que habían adquirido en su experiencia americana. Es en esta obra donde Ulloa da cuenta de la existencia del platino, al que entonces denominó “platina”.
Otra obra científica de excepcional interés es la llevada a cabo por José Celestino Mutis (1732-1808) en la Real Expedición Botánica a Nueva Granada. Mutis, quien mantuvo una constante relación epistolar con Linneo, se había convertido en el líder de un amplio grupo de ilustrados de la Nueva Granada y en director de la expedición botánica que, a semejanza de la peruana, se había creado en Bogotá en 1781. Entre los resultados de esa investigación destaca un corpus iconográfico de excepcional calidad artística que representa la flora colombiana. Esa extraordinaria colección es el resultado del trabajo de un amplio grupo de dibujantes nativos, sobre los que destacó Francisco Javier Matís, considerado por Humboldt como el mejor pintor de flores del mundo. La colección fue enviada a Madrid en 1816, se encuentra depositada en la Biblioteca del Jardín Botánico de Madrid y está accesible en línea.
En este sentido, es llamativo que Morvilliers no fuera consciente de la inmensa tarea investigadora que se estaba llevando a cabo en el territorio americano justo cuando él publicó su polémico artículo.
Tras la invasión napoleónica se produjo un estancamiento cultural y la posterior vuelta de Fernando VII provocó el exilio de innumerables intelectuales. En la época isabelina (1833-1868) se fue produciendo una lenta recuperación de la actividad científica con la creación en 1847 de la Academia de las Ciencias y la reactivación del Gabinete de Historia Natural y el Jardín Botánico de Madrid.
Cabe destacar la Real expedición filantrópica de la vacuna, también conocida como Expedición Balmis, en referencia al médico Francisco Javier Balmis (1753-1819) promotor de un gran proyecto que recorrió entre 1803 y 1810 los territorios americanos y filipinos pertenecientes a la corona con el objetivo de vacunar contra la viruela que asolaba a la población.
Años más tarde, durante la segunda mitad del siglo XIX, se llevó a cabo la famosa expedición de la Comisión Científica para la Exploración del Océano Pacífico (1862-1865), en la que destacó la labor de Marcos Jiménez de la Espada, con el objetivo de recoger ejemplares de los tres reinos de la naturaleza para incrementar los fondos del Museo de Ciencias Naturales.
Por otra parte, proyectos como Ictíneo, el “barco-pez” de Monturiol, intentarían dominar la navegación submarina, que en 1891 lograría con éxito el también inventor Isaac Peral.
Debido a los límites cronológicos establecidos en el plan de la guía, nuestro recorrido sobre los hitos de la ciencia española finaliza en las últimas décadas del siglo XIX, dejando para mejor ocasión los casos de científicos que, a caballo entre los dos siglos, obtuvieron un mayor reconocimiento durante el siglo XX.
Fuentes consultadas
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Vernet Ginés, J. (1998). Historia de la ciencia española. Alta Fulla
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Créditos: Elaborado por el Servicio de Información Bibliográfica de la Biblioteca Nacional de España.